¡Yo también quiero ser un botijo!
He releído el artículo de Diego, Quiero ser un botijo.
¡Qué buena metáfora!:
Para el proceso de enfriamiento del agua –señala Diego- “…se necesita una Energía, la cual obtiene (el botijo) del calor del agua que contiene”.
Energía pues, que se genera en su interior.
“Resumiendo –continúa diciendo nuestro amigo-: efectúa su trabajo desde el interior en la absoluta quietud, silenciosa y humildemente. No se juzga a sí mismo, ni juzga a otros botijos…”, aunque se hayan fabricado en zona más tradicional y por manos más afamadas.
No opina, no califica, simple y llanamente, cumple con su cometido.
A eso es a lo que los antiguos egipcios daban el nombre de inteligencia, a cumplir el cometido para el que algo o alguien ha sido creado. Un cerezo es inteligente porque da cerezas, un botijo es inteligente porque usa de su propia energía interior para lo que es su razón de ser: enfriar el agua. Cumple fielmente con el cometido para el que se creó.
¡Yo también quiero ser inteligente, al menos como un botijo y cumplir eficazmente mi designio!
Llevo unos días dándole vueltas a una noticia dada en TV., a las declaraciones de una mujer colombiana que andan rodando por las redes y a los mensajes de uno de los llamados “negacioncitas” que me llegan por Whats App con insistente frecuencia. Seguramente quien me los envía quiere convencerme de sus ideas. Yo respeto todas las ideas ¡hasta las suyas! Por eso pido disculpas anticipadas por si mis palabras llegan a ofender a alguien. Nada más lejos de mi intención. Estas reflexiones van destinadas a aquellos que han practicado y practican aikido en nuestra escuela.Por algún motivo que desconozco siento que forma parte de mi obligación compartirlas con vosotros. ¿Por qué canta el pájaro?…
¡Qué confundidos estamos los humanos de a pie!
¡Qué lejos del cumplimiento de nuestra principal misión!
¡Qué lejos de mostrarnos inteligentes!
Aferrados a ideas y opiniones, a juicios, calificaciones y clasificaciones, cosas que, como ha quedado dicho, un botijo que se precie no hace, gastamos nuestras energías a tontas y a locas en cosas superficiales, desatinadas o pretéritas que con demasiada frecuencia terminan por resultar deletéreas para nosotros y para los demás.
Tras siglos y siglos de errores, de seguir rumbos equivocados que han causado millones de muertes y daños innumerables, seguimos en lo mismo… ¡O peor!
La noticia a la que me refiero es una que ha sucedido en un pueblo de la Sierra madrileña, Los Molinos:
En una fiesta de petición de mano, se origina una trifulca entre los propios invitados -al parecer por la elección de la canción con la que debía cerrarse la fiesta- que acaba en batalla campal y con la muerte de dos jóvenes.
¿Cómo se puede entender algo así?
Esta sinrazón se debe única y exclusivamente al desequilibrio al que nos lleva el dominio que sobre nuestra mente y nuestros actos ejerce el ego. A la exacerbación a la que somete a nuestro entendimiento y nuestro espíritu. ¡Don erre que erre!
Un ensoberbecimiento que nos hace poner nuestras razones -por muy fútiles que sean- y a nosotros mismos, por encima de cualquier otra consideración, incluso por encima del respeto, no ya a otras ideas y opiniones, ¡por encima del respeto a la vida!
Buscando una identidad que no podremos encontrar, nos aferramos a ideas, costumbres, modas…; a credos y principios externos y ficticios.
La verdadera identidad es la que está en nuestro interior y esta no es diferenciadora, individualista, excluyente ni ególatra; al contrario: es integradora, universal, solidaria y fraterna.
Confundidos le damos máxima importancia a cosas que en el fondo no la tienen, como son, costumbres reiteradas a las que llamamos tradiciones o a símbolos que no son otra cosa que objetos o usanzas convenidas por uno o varios seres humanos.
No está mal tener ideologías, ni que queramos pertenecer a un grupo en el que nos hermanemos y donde nos sintamos arropados, o que asumamos algunas ideas como propias, ni que tengamos y celebremos ciertos hábitos, reglas o practicas más o menos ritualizadas. Pero sin extremar su importancia; teniéndolas en su lugar.
Hay maravillosas tradiciones que merecen ser conservadas. Ahora bien, no hay unas mejores o más importares que otras. Nuestro país tiene una gran riqueza de costumbres enormemente bellas, basadas precisamente en la pluralidad regional, que no por características deben convertirse en pugnas interprovinciales o identitarias. Todas contribuyen a enriquecer el erario cultural.
El Parado mallorquín, por antiguo que sea, no tiene que ser mejor ni peor que la Jota, la Sardana, el Fandango o las Sevillanas. Los Castells no tienen más ni menos enjundia que los Seises, los carnavales de Lanz o la fiesta de La Paloma. La Madrugá o las procesiones de Zamora o Valladolid no tienen por qué prevalecer sobre los Empalaos de la Vera… El arroz a la paella, las estupendas naranjas y las hermosas playas no hacen a Valencia preferente ni inferior a Cuenca, su morteruelo, sus casas colgadas, sus montes y su Ciudad Encantada. Al fin y al cabo toda esa abundancia de manifestaciones, costumbres y panoramas enriquecen y aumentan el interés, la grandeza y belleza de nuestro folclore, civilización y horizontes.
¡No es esto poca cosa, y no hay motivo para llevarlo más allá!
Luego están las usanzas que se han quedado desfasadas, ‘viejunas’, obsoletas; o esas razones que no obedecen a más razón que la de prevalecer sobre otras razones.
Costumbres o ideas que nada aportan, irrespetuosas, egoístas; crueles en algunos casos, que más pertenecen al ámbito de la ignorancia que al de la cultura. ¿Para qué conservarlas?
Las fiestas de las Vendimias, por un decir, ya prácticamente han desaparecido; y aun siendo inocuas, son sobradas; hoy por hoy disponemos de toda clase de vinos en cualquier tienda y casi no quedan producciones ni aún a pequeña escala que no estén ya industrializadas. No se precisa la participación de amigos y vecinos. ¿Qué se festeja entonces?
Las matanzas:
Ahora no es necesario hacer una fiesta para poder comer carne. Hace unos años, no muchos, comer carne era un lujo. La gente sencilla se reunía para matar un cerdo, o una vaca o lo que fuese, porque apenas podían comer carne; quizá algún conejo o liebre, conseguidos casi siempre clandestinamente, ya que la caza solía estar reservada a la nobleza o a los propietarios de los latifundios y posteriormente también a los que podían pagar el uso de los cotos. A más pasta más y mejores presas. El pollo, por ejemplo, ahora tan accesible y barato, no hace tantos años era todo un manjar solo al alcance de los más pudientes.
Dentro del ‘Buen menú’ que cantaban Los Xey allá por la década de los 50 del siglo XX, se incluía entre otros ricos manjares, el “pollo ‘asao’, ‘asao’, ‘asao’ con ensalada, ¡buen menú!, ¡buen menú!, ¡buen menú, señor!…” Lo repetían tres veces para que quedase bien patente la calidad de las viandas.
Entonces, el que a la gente humilde se le presentara la posibilidad de comer carne, suponía una celebración a la que familiares y vecinos se unían; y participando tanto en la ejecución –no es nada fácil matar un cerdo adulto o una res, con los medios de que disponían-, como en el provecho de los productos de la matanza.
¿Quién carece hoy día de una chuleta de cerdo o de filete?, ¿quién no puede permitirse un bocata de jamón, chorizo o lomo? De distintas calidades claro, pero jamón, chorizo o lomo, al fin y al cabo. Hasta los más pobres, los que tienen que recurrir a la beneficencia, suelen comer pollo con cierta frecuencia.
¿Qué necesidad hay de seguir conservando las fiestas de las matanzas?, ¿qué aporta a la cultura, tirar una cabra de un campanario, por ejemplo, o engarfiar un cerdo y desangrarle mientras aún está vivo, para hacer luego morcillas con su sangre?, ¿o ser el primero en cortar los genitales a un toro moribundo o descabezar un gallo desde un caballo al galope?,¿o matar veinticinco mil (25000) perdices en una cacería?
Insisto, está muy bien, ¡fenomenal!, conservar y respetar algunas tradiciones igual que algunas ideas y algunos emblemas. Pero es algo que no va más allá, y, desde luego, nunca debe anteponerse al respeto a los demás, y mucho menos al respeto y la conservación de la vida.
Las declaraciones de la mujer colombiana que señalo, hacían referencia precisamente al respeto debido hacia las banderas nacionales –por cierto, el término nación es bastante nuevo; no aparece hasta el siglo XVIII, y tal como ahora se entiende no se usa por vez primera hasta el XIX-. Compara, esta señora, la diferencia de aprecio que hay en España y en su país por ese símbolo patrio. Argumenta que aquí hay gentes que no lo respetan llegando incluso a quemarlo; y afirmaba que en Colombia matarían a quien se atreviese a tamaña ofensa. ¿Obrarían así todos los colombianos?
Para empezar, además de un cierto tufo a fanatismo, en sus declaraciones demuestra tener escaso conocimiento de la historia en general, y de la nuestra en particular.
Hay países que tienen normas muy diferentes a las nuestras, entre ellas, no permitir el uso político de sus banderas nacionales. Aquí no es así y algunos grupos usan de la bandera -que debiera ser nacional- como si fuese un símbolo propio y no de todos se tengan las ideas que se tengan. Este proceder, que hace parecer que solo ellos son españoles, provoca el rechazo hacia ese símbolo patrio, por parte de grupos con ideas contrarias. Evidentemente esto no justifica la quema. ¡Cómo si el símbolo fuese el responsable de nuestras recurrentes desavenencias! No justifica pero explica los distintos sentires.
Insisto en que partimos de la base del respeto.
También hay quien arguye, que es un símbolo impuesto por los ganadores de la guerra civil y no se sienten reflejados por él…
Ciertamente los vencedores suprimieron la oficialidad de la anterior bandera y de algún modo hicieron de la nueva enseña -que ya era antigua- su distintivo. Y muchos de los vencidos sobrevivientes aferrados a la anterior, no se sintieron representados.
Por otro lado, este es un proceder común a los vencedores de cualquier contienda: retirar y/o destruir los símbolos y enseñas de los vencidos y sustituirlos por los propios… Hasta cuando cambia una corporación municipal se suele actuar de forma similar. Prácticamente nada de lo hecho por los anteriores tiene validez para los entrantes si son de distinto signo. Ni siquiera las anteriores fotos valen.
Dejemos, no obstante, estas consideraciones al margen y evaluemos aunque sea someramente qué es una enseña.
Claro que los símbolos, como las ideas, costumbres y opiniones han de ser respetados. Eso ya lo hemos dicho; es algo que debe darse por sentado. ¡Respeto, respeto y respeto! Vaya siempre por delante:
“Crear disturbios en el mundo es el peor de los pecados”. (Morihei Ueshiba)
Pero, ¿y la vida?, ¿no debería ser más digna de respeto aún?
¡Ah no! Propugna la dama colombiana: Tu ofendes mis creencias o mis ideas, quemas un símbolo, que no es otra cosa que un convencionalismo que yo reconozco y admiro, y se acabó. ¡Yo presumo que me faltas al respeto y te mato!
Según parece, en la historia de la conquista de Judea por Roma, se dio un caso en que los romanos pusieron un águila, su emblema patrio, sobre el dintel de la puerta que daba acceso a uno de los templos más reverenciado por los judíos. Los hebreos consideraron un sacrilegio el que se pusiera el emblema de un imperio perecedero sobre un espacio que consideraban sagrado y eterno. (Conviene reflejar que ese templo, como cualquier otro, también fue erigido por seres humanos). Varios jóvenes israelitas derribaron el águila de piedra y la despedazaron. Fueron apresados y sentenciados por el mismísimo Herodes a morir en la hoguera.
Puede que haya quien opine que fue un castigo justo…
Todos los símbolos normas y tradiciones son dignos de respeto -ya se ha dicho- pero tampoco hay que olvidar que son convencionales, lo mismo que el término nación.
Convencionalismos:
Expresiones, fórmulas o actos basados en ideas generalizadas que, por comodidad o conveniencia social, se adoptan.
Creencia, opinión, procedimiento o actitud que considera como verdaderos aquellos usos y costumbres, principios, valores o normas que rigen el comportamiento social o personal, entendiendo que estos están basados en acuerdos implícitos o explícitos de un grupo social, más que en la realidad.
El concepto de convencionalismo se puede aplicar a muy distintos campos del conocimiento, desde las reglas de la gramática o de la circulación, hasta la lógica, la ética, el derecho, la ciencia, la moral, la filosofía, la política, el comercio etc. El convencionalismo ético está relacionado con el relativismo moral y se opone al universalismo.
En Filosofía es: Una concepción filosófica según la cual las teorías y conceptos científicos no son reflejo del mundo objetivo, sino producto de un acuerdo convencional entre los hombres; el acuerdo está determinado por consideraciones de comodidad y sencillez.
De hecho, incluso el término nación es bastante joven. No es hasta el siglo XIX que se determinan, por primera vez, las ideas de nación, pueblo y Estado. Siendo estos todavía conceptos muy vagos. De hecho, nunca se llegó a definir claramente el concepto pueblo. Y muchos de los estados que se acordó establecer, se formaron sin tener en cuenta las diferencias étnicas, idiomáticas, culturales o religiosas. Naciones formadas con gentes que apenas tenían algo en común. Véase el mapa actual de Los Balcanes, de África o de lo que fue La Unión Soviética…, y compárese con el de finales de la II guerra mundial o con el anterior a esta…
Todos nuestros usos, costumbres y normas son producto de convenios tomados en un momento dado, ítem más: desde la I Revolución Industrial todo está sucediendo muy deprisa, los avances tecnológicos y su influencia van a una velocidad tan grande que la sociedad no es capaz de seguir el ritmo y siempre le va a la zaga; los cambios sociales a los que obligan dichos progresos, siempre nos pillan por sorpresa. Apenas se acaba de digerir un cambio cuando ya se presenta otro nuevo que trastoca todas nuestras convicciones y modelos. Y a medida que nos acercamos al siglo XXI, los progresos y cambios van tomando más y más aceleración, como si nos deslizásemos por una empinada pendiente helada. El término nación es una de las muchas convenciones sociales que están siendo superadas a toda velocidad por la expansión de la economía -globalizada gracias a los avances tecnológicos en comunicación-. Ya el capital,” LA PASTA”, con mayúsculas, el Mercado, no considera más fronteras o patrias que él mismo…
Todos nuestros símbolos, todas nuestras reglas, no son otra cosa que acuerdos tomados por nosotros mismos, por seres humanos; creación propia, para mayor comodidad o facilidad de convivencia, gobernabilidad, etc., y no siempre resultan racionales, acertados, actualizados ni beneficiosos…
¡Somos humanos y por tanto falibles!
Esto explica que, a distintas culturas, a diferentes políticas, a distintas formas sociales o a diferentes religiones. Tengamos distintas normas y usos, tradiciones, símbolos, credos… Lo que para unos es intocable y sagrado, para otros carece de significado e importancia.
Los seguidores de una cierta religión veneran sus ritos, templos e imágenes y desprecian como paganas y heréticas, las prácticas y símbolos de otras. Y lo mismo pasa con cualquier otra convención.
Dios creo al ser humano y este, las distintas religiones. Las diferencias.
Todos los símbolos, imágenes y normas políticas, sociales o religiosas han sido creadas por grupos de seres humanos para distinguirse de otros grupos. Si queremos convivir en paz hay que respetarlos y cumplir las reglas, las leyes. Pero ¡No pueden ser perdurables!
De la necesidad de identificarse vienen las banderas, los himnos, uniformes y demás símbolos militares, para facilitar la diferenciación entre grupos beligerantes. Recordemos que acogerse a una determinada bandera era para protegerse de los propios soldados, no del enemigo. Para distinguirnos.
Acabadas las contiendas cruentas, comienzan las teóricamente incruentas en estadios, canchas deportivas, escenarios y salas de concurso; y se adoptan símbolos, iconografías y emblemas ya existentes o nuevos, para diferenciar las distintas tendencias, sociales, culturales, deportivas…
Pero también usando estas insignias como pretexto, acabamos a farolazos. Siempre acaba surgiendo D. Erre que erre. Lo suyo no es armonizar sino darse de tortas.
Deberíamos tener en cuenta que todo lo material es fungible y perecedero, todo lo creado por el ser humano se consume, se gasta, muere. Como él mismo.
La gran mayoría de los símbolos que en su día fueron necesarios, carecen hoy de utilidad. Han perdido su significado. Durante el transcurso de la historia, las formas de vivir han cambiado, las condiciones han cambiado, las necesidades han cambiado. Uno de los aspectos más cambiantes es precisamente, las formas de hacer la guerra. Nada tienen que ver ni las estrategias ni los medios actuales con los de hace tan solo unas decenas de años. ¿De qué sirve una línea de lanceros, arqueros o fusileros contra una división de tanques? ¿O las trincheras o una fortaleza frente a un ataque aéreo?, ¿y contra una bomba atómica o de hidrógeno?, ¿y contra la guerra bacteriológica o vírica?… ¿Bajo qué bando nos protegeremos de estas nuevas formas de combatir?
Cada vez son menos útiles las posturas egoístas o particulares.
Nada es ya lo que era. El mundo y los seres que lo poblamos necesitamos de ideas y procederes nuevos más globales, más solidarios. La utilidad de algunos símbolos también ha cambiado. Ahora lo que peligra no es un trozo más o menos grande de tierra; no es nuestro pueblo, feudo, condado, reino o estado; no son nuestras familias o nuestros compatriotas a quienes podamos identificar por medio de un determinado símbolo lo que está en riesgo. Es la Tierra entera y todo cuanto la habita lo que nos jugamos. En este instante de la vida del mundo es todo el mundo lo que peligra. ¡El mundo!
Si seguimos pensando y actuando egoístamente, todo se perderá. Ya no será solo una parte: los EE UU, Alemania, Japón, Francia, China o España, lo que se destruya. ¡Todo se irá a la M.! ¡¡¡TODO!!!
Reflexionemos, y a poco que nos esforcemos en ser objetivos, nos daremos cuenta de la futilidad de todo ese tipo de argumentos antiguos, de la quebradiza y perecedera base en la que se sustentan. ¡Yo también quiero ser un botijo!