Los siete pliegues del hakama ………………….por Lucio Alvarez
Hubo un tiempo en el que no hacía falta ningún tipo de requisito para la utilización del hakama durante los entrenamientos dirigidos por O Sensei. Al contrario, su uso era obligatorio hasta el punto de no permitir la entrada en el tatami si no se vestía dicha prenda.
Para explicar el uso del hakama, se han barajado las más extravagantes teorías. Entre ellas una se ha popularizado más que las demás:
Dicen -quienes lo dicen-, que el hakama se usaba para ocultar a los adversarios el desplazamiento de los pies durante el combate. Bueno, no sé… No quisiera parecer sarcástico ni petulante. Tenemos que partir de una base de respeto por todos los criterios; y, por otro lado, quizá tras dicha teoría se esconda, allá en el fondo, algún ápice de verosimilitud. Sea como sea, no me imagino a un samurái en combate con la mirada prendida de los pies de su oponente o preocupado de que éste no le vea los suyos.
Durante el combate, se ha de estar centrado en hara, con la atención en reposo y con la mirada abarcando el mayor perímetro posible para poder percibir así cualquier movimiento o intención de él incluso antes de que se produzca y venga del lado que venga. Siempre ponemos como ejemplo la mirada del conductor: una atención general a todo lo que pueda suceder a nuestro alrededor; el detalle se incorporará como parte del conjunto, con el fin de poder tratarlo específicamente cuando se produzca, liberando la atención una vez solucionado éste, y volviendo cuanto antes a la visión periférica.
Por otro lado, era muy frecuente en los combates llevar el hakama -si se vestía- remangado o sujeto con polainas precisamente para no entorpecer los movimientos.
El hakama, esencialmente, era la vestimenta típica de los que en la sociedad nipona poseían algún rango de nobleza, los que pertenecían a la casta de los samuráis. El keikogi era, o bien la ropa interior, o la de entrenamiento de dichos caballeros, o la vestimenta que usaban los plebeyos.
Pero el hakama es, así mismo, algo más que una simple prenda de vestir más o menos distinguida, más o menos lujosa o más o menos exótica. El hakama encierra entre sus tablas un significado que lo hace representativo de los valores y virtudes que deben adornar al verdadero samurái (servidor), al auténtico bushi (guerrero).
No es por casualidad que el hakama tenga siete pliegues. A lo largo de la historia y para diferentes civilizaciones, el siete ha sido un número representativo. El número sagrado por excelencia para pueblos tan alejados y dispares como indios, aztecas, caldeos, griegos, babilonios, esenios, chinos, egipcios… Está compuesto del número que simboliza la divinidad y el que simboliza lo humano. Es emblema de lo ético; del triunfo del esfuerzo; de la búsqueda de la perfección física, intelectual y espiritual (sobre todo de las dos últimas); de lo filosófico, lo religioso, lo justo; de la equidad, de la sensibilidad, de la intuición… Es el número que representaba en las antiguas tradiciones a la Creación; al Poder Espiritual (Ki); a la Unificación Universal, la cuadratura del círculo: el mundo físico, el ser humano y la divinidad; a la Realización de la Unidad.
¡No es por casualidad que el hakama tiene siete pliegues!
Los pliegues del hakama simbolizan las siete virtudes del budo, las que han de caracterizar al verdadero bushi: jin (benevolencia), gi (honor y justicia), rei (cortesía y etiqueta), shin (sinceridad), chu (lealtad), koh (piedad, compasión) y yuki (valor, coraje).
Hagamos un repaso del significado de cada una de estas virtudes –obligadas para el auténtico aikidoka-, y sírvanos al tiempo dicho repaso, para revisar nuestra actitud y comprobar si realmente cumplimos con los requisitos exigidos.
Jin (benevolencia):
Dice el DRAE, que benevolencia es simpatía y buena voluntad hacia las personas. Esto, tal y como se expresa en la propia palabra, significa sentir bondad, querer bien, a los demás. Depende de nuestra voluntad (facultad para determinar nuestra conducta) el que le tengamos, o no, voluntad (cariño, amor, afecto) a los demás seres.
Esta cualidad, Jin, dentro del ámbito del Aikido, se desarrolla practicándola en el dojo con nuestros compañeros de entrenamiento, con el entrenamiento en sí, con nuestra escuela y con nuestro maestro; y extendiéndola fuera del tatami hacia el resto de las gentes, a las que, gracias a la práctica constante de Jin, acabaremos por comprender como parte indisoluble e indiferenciada de un Todo Único.
Gi (honor y justicia):
Tanto una cosa como la otra han de ir precedidas por una sincera y profunda humildad para que no sean parciales y egoístas, para que el honor sea verdaderamente una cualidad, una virtud, que nos induzca a cumplir nuestras obligaciones con el Aikido, con el maestro, con los compañeros, con todos los seres (sin olvidarnos de nosotros mismos), y con nuestras obligaciones sociales. De otro modo, el honor será alimento del orgullo y de la soberbia, de la fatuidad y la arrogancia, que es el punto más alejado del verdadero fin y significado del Aikido.
La Justicia sin humildad carece de equidad, de ecuanimidad, y ya no es Justicia; y en lugar de componer el conjunto de cualidades por las que se considerará buena persona a quienes posean tales virtudes, no será más que un montón de vicios y pretextos para justificar un carácter egoísta y engreído. Hacer lo que es justo en todo momento al margen de si nos favorece o no, es honorable y digno, y es el deber del verdadero aikidoka.
Rei (cortesía y etiqueta):
Un aikidoka ha de ser siempre respetuoso, cortés y educado tanto dentro como fuera del Dojo. El saludo sincero ha de salirnos con naturalidad, sin que nunca nos sintamos forzados a hacerlo o se trasforme sólo en una fórmula vana. No ha de considerarse como una muestra de humillante sometimiento, sino de humildad y fidelidad nacidas del aprecio, de la valoración adecuada y el agradecimiento, a lo que nos ofrecen el Aikido, el maestro y nuestros colegas de entrenamiento.
El Aikido no es una mercancía que pueda canjearse a cambio de dinero; es una Vía, un sendero del alma, un arte marcial del espíritu. Los conocimientos que el maestro nos trasmite van más allá de las meras transacciones comerciales. Pagamos por la utilización de un sitio donde poder practicar y por un cierto grado de instrucción técnica, pero los conocimientos espirituales, las vivencias internas del maestro, -incluyendo la experiencia técnica más profunda, sus desarrollos y creaciones-, que constituyen un bagaje personal suyo, intimo y secreto, no pueden comprarse ni están en venta. Si nos las ofrece será si lo considera oportuno y siempre de forma desinteresada.
Nuestros compañeros son parte imprescindible de nuestro progreso y de la práctica en sí misma. Sin ellos ni una cosa ni la otra serían posibles. El Aikido para ser completo necesita de la unión activa y práctica, no sólo con uno mismo, sino, con y a través de los demás. En el tatami, en la práctica dinámica, los compañeros de mayor experiencia, nos ofrecen ésta desinteresadamente y nos sirven de ejemplo, de referencia. Los de menores conocimientos nos obligan a concentrarnos y a afinar nuestro entrenamiento, nuestra técnica y nuestros valores humanos.
Nuestra actitud, nuestra vestimenta y nuestra higiene, en el tatami ha de ser una muestra de ese respeto, de esa adecuada valoración, de ese agradecimiento: evitando las posturas y disposiciones displicentes, apáticas o descuidadas; guardando silencio y no descuidando en ningún momento la cortesía y la etiqueta.
Shin (sinceridad):
Un mentiroso, un hipócrita; una persona falsa y retorcida, no tiene cabida dentro del Aikido. El aikidoka es una persona, limpia y sincera, sin dobleces, y esto ha de demostrarse tanto en su entrega en los entrenamientos, como en su comportamiento para con su maestro, su escuela y sus compañeros, y en su vida cotidiana. Sus palabras, sus actos, y su corazón, han de seguir el mismo camino, rectamente, sin torcerse; y -sin olvidar la cortesía-, sin confundir la sinceridad con la mala educación, ha de expresarse y comportarse de forma llana y noble.
Por otro lado, venir al Aikido, con ocultas y retorcidas intenciones es, en el fondo, inútil. La práctica selecciona, y los que pretenden sacar beneficios ocultos, insinceros o carentes de nobleza de las técnicas, de los compañeros, de la escuela o del maestro, acaban teniendo que buscarse otro camino. El rencor, el odio, la envidia, no pueden formar parte del Camino del Amor. Todo cuanto acaece en nuestras vidas, dentro y fuera del dojo es para nuestra instrucción y beneficio.
Chu (lealtad):
Todo lo antedicho nos lleva a Chu. Si somos sinceros, si somos corteses, educados y agradecidos; si somos justos y honorables; si somos benevolentes, reconoceremos que todas estas cualidades se han desarrollado gracias al Aikido, al maestro, a la sucesión de maestros a través de los cuales nos ha llegado la enseñanza, a nuestra escuela, a nuestros compañeros, y a nuestro esfuerzo. Por fuerza habremos de ser leales a todos ellos, incluyéndonos a nosotros mismos aunque siempre hayamos de situarnos en el último plano. En ningún caso, si hemos de llamarnos aikidokas, obraremos con deslealtad hacia ellos. Como hemos dicho, gracias a ellos habremos obtenido las enseñanzas que hasta el momento poseamos. El Aikido y el maestro representan con igual importancia el primer grado de prioridad en nuestra lealtad. Tanto monta…: el Aikido es lo que nos ha llevado al Dojo, pero es el maestro el que nos lleva al Aikido. Podría considerarse, bajo este punto de vista, que el maestro es lo primero; pero siempre y cuando éste sea un instructor sincero y honesto que realmente nos conduzca por el camino del Aikido. Nuestra lealtad pues, debe seguir el siguiente orden de prioridad: maestro-aikido, escuela y compañeros.
Koh (piedad, compasión)
Esto, además de implicar conmiseración por los males ajenos y de inducirnos a no provocar daños a nadie abusando de nuestros superiores conocimientos técnicos o de nuestra fuerza, nos indica amor hacia todo lo que es de valor, hacia todo lo que es digno de veneración. Por ejemplo: En la vida cotidiana a nuestros mayores; en nuestro comportamiento, a unos valores morales y éticos que nos hagan dignos de acreditarnos como aikidokas; y en el tatami, hacia todo lo mencionado con anterioridad, la enseñanza que se nos ofrece, los compañeros, la escuela, el maestro, el Fundador, la vía del Aikido…
Pero también va más allá. Piedad significa así mismo, amor a la divinidad, amor a nuestros semejantes y amor hacia todo lo creado.
La lástima, la conmiseración, la clemencia, pueden nacer de una falsa magnanimidad que esconda en su fondo un sentimiento de superioridad, en cuyo caso no serán más que mera soberbia; pero si la piedad y la compasión son la expresión de un sincero deseo de desarrollo espiritual (máxima aspiración del verdadero bushi del Aikido) surgirán de forma natural y auténtica.
Y por último:
Yuki (valor, coraje)
Aunque en muchas ocasiones está es la primera virtud que se cita, hemos dejado para el final su exposición por ser una de las más fáciles de confundir.
Evidentemente, Yuki, no sólo hace referencia al valor, al arrojo en el combate, en la guerra, en el enfrentamiento físico contra otro u otros adversarios, o ante las dificultades y riesgos que presente una empresa o acción.
Si miramos el significado de la palabra ‘valiente’ (que esencialmente no difiere del que posee yuki en lengua nipona) veremos que la primera acepción es: “Que vale”. De ‘valer’. Que a su vez significa amparar, proteger, y, también, tener un valor, una utilidad, un rendimiento, una eficacia o: “Ser de una naturaleza o tener alguna cualidad que merezca aprecio y estimación.” Poco más o menos, que si lo que hacemos, nuestro comportamiento, no concuerda con todas las demás virtudes que antes se han expuesto y con los principios fundamentales del Aikido, un aikidoka carecería de valor como tal aikidoka.
Un aikidoka debe amparar, proteger, además de a otros seres, de a su maestro, al Aikido, a su escuela y a sus compañeros, su honestidad y su sinceridad, siendo cuidadoso en armonizar sus ideas, palabras y actos evitando la contradicción. ¡Es fácil hablar de armonía y de unidad!, pero luego nuestros comportamientos raramente obedecen a esos principios. Así, debemos procurar que el principio de unidad y de armonía vaya, poco a poco pero sin pausa, rigiendo nuestras actitudes ante la vida, nuestras acciones y, sobre todo, nuestras reacciones. “Eficacia o virtud de las cosas para producir sus efectos”, es otra acepción de ‘valor’.
El ‘valor’, cómo no, es también una cualidad del ánimo que nos impulsa a acometer grandes empresas. La mayor empresa que puede acometer una persona es la de dedicar su vida al perfeccionamiento de su cuerpo, su mente y su espíritu, armonizándolos, uniéndolos. Se ha dicho ya, en palabras del propio Fundador, que el Aikido es un arte marcial del espíritu que consiste en buscar la mencionada armonización a través de unas determinadas técnicas. Como gran parte de dichas técnicas se basan en movimientos provenientes de las artes de combate y tampoco dejan de ser tales artes, ni de conservar las características propias de los sistemas de lucha, resulta extremadamente fácil caer en el error de confundir su propósito. Ha de quedarnos claro cuál es dicho propósito, y trabajar con valor y coraje para ponerlo en práctica desde el primer momento en que pisemos un tatami y desde el primer momento en que pisemos fuera de él. Conseguir ser valientes ante un adversario humano, hacia otras personas, es relativamente sencillo; sobre todo, cuando tras años de entrenamiento hemos conseguido una fortaleza y unos conocimientos superiores. Tampoco, aunque resulten altamente gratificantes y sean grandemente alabados y ensalzados, los retos logrados en el plano físico –obviamente existen grados-: conquistas, descubrimientos, exploraciones y demás, tienen auténtico valor. Este tipo de valor, es un valor “de andar por casa”, una nadería, una bagatela que haciéndose pasar por valiosa joya, sólo sirve para engañar a la mente. Todos son logros efímeros, que antes o después -aunque aparezcan el los libros de historia-, se olvidarán. Y en el noventa y nueve por ciento de los casos los halagos, la gloria, la fama, el reconocimiento, hacen a sus autores envanecerse mientras dura el éxito y abatirse cuando son olvidados. Alimento y desaliento del ego que no lleva a otra cosa que a más y más ego.
Enfrentarse día a día a nuestras debilidades, a nuestros defectos, a la pereza física y anímica; ser capaces de arrostrar los riesgos de vencer nuestro orgullo, nuestra soberbia, nuestra intransigencia, cumpliendo con nuestra condición de samuráis (servidores) del espíritu, bushis del Camino de la Unión, eso es coraje. Cortar nuestro ego de raíz con la espada de la verdad y de la honestidad, eso es valor. Valor del bueno. Hay una máxima que dice: “Es mucho más fácil morir por nuestras ideas, que vivir de acuerdo a ellas”. No es difícil morir o matar, lo difícil es vivir en consonancia con los principios de amor y armonía completos que promulga el Aikido y que debemos seguir quienes lo practicamos.
Se dice que un auténtico bushi ha de estar dispuesto a entregar su cabeza en el cumplimiento de su deber. El significado esotérico de esta frase es que hemos de ser capaces de sacrificar nuestro ego. Nuestra cabeza son los conceptos, los convencionalismos y los condicionamientos -a los que estos nos llevan-, que hemos ido adquiriendo de la información recibida de nuestro entorno y la elección hecha de esta información. Información que, aunque es sólo una pequeñísima parte de la que se genera alrededor nuestro, y muy poca de la que recibimos, forma una maraña tan enorme que nos enreda casi por completo, y la vemos y creemos, realidad proveniente no se sabe de qué cielo o infierno, siendo, de cierto, solamente producción propia, efímera e insustancial. Nuestro ego, eso que decimos ser, no es esencialmente, y al margen de matizaciones, más que el conjunto de apegos -de juicios- a las cosas percibidas, procesadas y elegidas por nuestra mente: nuestras costumbres y gustos, nuestras opiniones, nuestras manías, todas condicionadas, conforman ese ego. Este espeso conglomerado está tan arraigado a nuestra mente, que la apresa y oprime sin dejarla ni tan siquiera distinguir más allá de él mismo. Al igual que la mente, el espíritu, queda cegado, obstruido y apartado. Cortar el ego, separándole de nuestra mente es cortar nuestra cabeza. Sacrificarle es sacrificarnos. Ser capaces de liberar la mente de estas ataduras permitiéndola volver a unirse con el espíritu, eso requiere coraje, eso es Valor, ¡con mayúsculas!, y ese es el propósito del Aikido y de cualquier Vía seria, alcance ésta la cota que alcance en su recorrido.
El cumplimiento serio y sincero de estas virtudes nos llevará, más tarde o más temprano pero indefectiblemente, a la última y definitiva “virtud”: Chi (sabiduría). Cada uno de los siete pliegues simboliza una de las virtudes; el conjunto que forman, el hakama, simbolizaría el logro de la práctica de las siete virtudes: Chi.
En la actualidad, en la mayoría de los dojos de Aikido de todo el mundo, el respeto por estos significados se ha ido perdiendo o trasformado, y, al hakama, o bien no se le respeta y no se le da importancia alguna al poder usarlo desde el comienzo de la práctica, o se convierte en signo de superior categoría y motivo de orgullo, cuando se consigue tras un cierto periodo de entrenamiento. Según palabras de Saotome Sensei el verdadero significado del hakama:
“Ha degenerado desde un símbolo de virtud tradicional a un símbolo de estatus para el yudansha (cinto negro). He viajado a muchos dojos de muchas naciones. En muchos de los lugares en donde sólo los yudansha visten el hakama, los yudansha han perdido su humildad. Consideran el hakama como un trofeo a exhibir, como el símbolo visible de su superioridad. Este tipo de actitud convierte la ceremonia de inclinarse ante O Sensei, con la que comenzamos y terminamos cada clase, en una burla a su memoria y a su arte.”
Realmente no importa en qué momento de nuestra práctica empecemos a usar el hakama; tanto da sea desde el principio o como muestra de nuestro progreso. Lo que es evidente es que el hábito no hace al monje. Vestir el hakama, doblarlo cuidadosamente, mantenerlo limpio y bien planchado, ajustar sus cintas y colocar sus pliegues cuando nos la ponemos, para tener un buen aspecto, es una buena costumbre; pero si este gesto no va acompañado de una intención sincera de respetar y desarrollar en nuestro interior las cualidades que representa, no será más que una “ceremonia” hueca y sin valor alguno. Si nuestras acciones no se corresponden con nuestras convicciones, nuestras intenciones y nuestro sentimientos, ¿qué más dará que hallamos logrado el hakama tras varios años de práctica o que nos lo pongamos desde el primer día, que lo cuidemos esmeradamente o que tengamos un aspecto excelente o desastroso con él puesto? Son nuestro corazón, nuestra conciencia y nuestro espíritu quienes de verdad han de vestirse el hakama.
Cuando en nuestra escuela entregamos el cinto negro, hacemos hincapié en la necesidad por parte del nuevo yudansha de aumentar su humildad, pues ahora es el espejo en el que se miran los kohai y los kyus y en él han de ver reflejados los valores del Aikido, las enseñanzas del maestro y la calidad de su escuela.
“Para llegar a alcanzar la maestría se humilde. Cuando la hayas alcanzado se más humilde todavía”
Cuanto más queramos avanzar en el Sendero del Aiki, más humildes hemos de ser. Cuanto más hayamos avanzado, más humildes habremos de ser.
Así pues, al igual que se ha de respetar la espada, símbolo divino que tiene la capacidad de dar o quitar la vida y que representa al arma que usamos para combatir nuestros vicios y defectos y al sendero del espíritu, por cuyo afilado corte camina arriesgadamente el buscador de la verdad; al espejo, donde se refleja el verdadero yo cuando miramos hacia el interior, y una mente serena, asentada en su auténtica ubicación; y a la joya que representa el tesoro de la divinidad que se esconde dentro de todos los seres; el hakama es emblema de los valores que hemos de tener si nos consideramos auténticos aikidokas. Vestirla debe implicar, para aquel que la lleva, el compromiso de respetar y cumplir dichos valores.
Lucio Álvarez Ladera, aikidoka.