LA FILOSOFÍA DE LAS ARTES MARCIALES DE ORIENTE – por  HERMENEGILDO CAMPS MESEGUER

El contenido filosófico de que se hallan imbuidas las artes marciales en Oriente constituye un elemento diferencial de primer orden que las distingue de las artes marciales del resto del mundo, las cuales, por supuesto, están desprovistas de cualquier componente psíquico que no esté relacionado directamente con ellas. El boxeo, la esgrima o la lucha grecorromana, por ejemplo, y para no citar más que aquellas disciplinas de origen occidental que presentan mayores similitudes con sus correspondientes homólogas, asiáticas, tienen su componente espiritual dirigido a la obtención de una superioridad, a la conquista de unos galardones o a la satisfacción del espíritu competitivo de sus practicantes. Estos fines son diametralmente opuestos a los que informan el ejercicio de las artes marciales en Oriente, destinados a la cumplimentación de unos objetivos esencialmente religiosos en sus fundamentos y a la realización de la personalidad individual en sus últimas consecuencias.

Es inútil intentar comprender la filosofía que informa las artes marciales de Oriente sin conocer, siquiera sea elementalmente, el credo religioso de aquellas lejanas tierras que, de una forma muy general, podemos considerar como producto de un sincretismo del hinduismo, budismo, taoísmo, confucianismo e incluso del sintoísmo. Todas estas religiones presentan una diferencia esencial con las propias de Occidente. El cristiano, el judío o el mahometano basan su fe en la existencia de un Dios único con el que tienen establecido un acuerdo mediante el cual, a cambio de un comportamiento correcto durante la vida terrena, se les garantiza la entrada en un paraíso del que gozarán eternamente en una posterior vida celestial. Este buen comportamiento no constituye obstáculo alguno para el desempeño de otras actividades, aparte de las meramente religiosas. El creyente occidental, por lo tanto, desarrolla su vida en espera de la muerte, momento del tránsito a partir del cual el cuerpo deja de tener el menor interés para él. En efecto, el cuerpo está destinado a pudrirse bajo tierra o a ser incinerado. En cambio, el alma, el componente espiritual del hombre, adquiere entonces su máxima importancia, liberada de su prisión corporal. El cuerpo merece tanta menos atención cuanto mayor sea la preocupación por la salvación eterna del alma, y de esta afirmación dan buena fe los monjes, los ermitaños, las religiosas de los conventos de clausura, etc.

El oriental parte de unos conceptos muy distintos. considera que en el hombre se halla la fuente de la beatitud, lo cual le identifica con su propio dios. En algunos casos, como el sintoísmo japonés, el creyente se considera a sí mismo como descendiente de los dioses, en el convencimiento de que por sus venas corre sangre divina. En cualquier caso, esta mística se ve únicamente alterada por la acción de agentes exteriores, como las pacientes, la ignorancia o la presencia de una ideología opuesta y perturbadora. Esta acción exterior impide constantemente una visión clara que permita al creyente alcanzar la iluminación, el «Nirvana», el «Satori», estado espiritual indefinible con el que se logra la extinción de las malas pasiones mediante la definitiva fusión de cuerpo y alma, rompiendo el dualismo de ambos elementos, constante objetivo de las prácticas religiosas de los credos orientales.

Para lograr la resolución del citado dualismo alma-cuerpo, el creyente oriental actúa en dos frentes distintos: Procede a la adecuada mentalización mediante la práctica de la disciplina Zen, es decir, de la meditación o concentración mental con la que logra un vacío que le libre de las pasiones nocivas, como la concupiscencia, el odio, la envidia, etc., lo cual le coloca a las puertas de la iluminación, convirtiéndole en el «hombre trascendente» el Taoísmo, que ha de recorrer un camino sembrado de dificultades hasta alcanzar el Principio. Por otro lado, prepara al cuerpo para dejarlo en óptimas condiciones para asumir la parte que le corresponde en este tránsito. Y para esta preparación utiliza precisamente las artes marciales. Desde este punto de vista, estas disciplinas, Zen y artes marciales, constituyen un elemento auxiliar parecido a la oración en la práctica de las religiones de Occidente. Tanto la finalidad de la meditación Zen como la de la práctica del arte marcial se halla en el logro de una perfección que permita la fusión total del cuerpo y del alma, con desaparición del dualismo inicial, y el logro de la ansiada iluminación. Ni la meditación se corresponde con una reflexión filosófica, que es el producto típico de una mente occidental, ni la práctica de la disciplina marcial se realiza con miras a la preparación para el combate. tanto una como otra presentan aquí una finalidad espiritual prioritaria, sin que ello signifique, por supuesto, que no puedan ser ejercidas con fines distintos.

Bajo esta óptica, podríamos comprar el empleo del arte marcial por parte del creyente asiático con el uso a que se destina habitualmente un simple bastón. La función de éste, evidentemente, consiste en prestar ayuda a un cojo, a un enfermo o a una persona anciana para andar de un lugar a otro. Su concepción original es exclusivamente ésta. Y, no obstante, si el individuo que utiliza el bastón se ve agredido, no vacila en esgrimirlo como un arma para defenderse de su atacante. Del mismo modo, aunque, como hemos dicho, la función original de las artes marciales en Oriente sea la de lograr el perfeccionamiento del cuerpo con el fin de que éste se identifique plenamente con el alma, ello no impide, en modo alguno, que el practicante de dichas artes marciales las emplee en su defensa si se ve agredido. Así, los antiguos monjes mendicantes de la India, obligados a recorrer grandes distancias por parajes inhóspitos y hostiles en su peregrinaje, se veían muchas veces en el trance de tener que defenderse de las fieras salvajes, de los bandidos y salteadores de caminos e incluso de aldeanos fanatizados por creencias opuestas y rivales, valiéndose para ello de sus excelentes conocimientos del arte marcial. También, como es sabido, los monjes del Monasterio de Shaolin utilizaron las técnicas de combate que les transmitió el Patriarca Bodhidharma para poner en fuga a sus agresores.

Ciertamente que el ejercicio del arte marcial en Oriente no tiene una única finalidad religiosa, por lo menos en nuestros días. Existen otras motivaciones cuya consideración escapa a los límites del presente artículo. Pero es conveniente dejar bien sentado aquí que el origen de las antiguas artes marciales indias y chinas posee un carácter indiscutible religioso y exento de cualquier intención agresiva.

Autor: HERMENEGILDO CAMPS MESEGUER
Doctor en Ciencias Económicas y Empresariales
C. N. de Karate 6º Dan de la Federación Española de Karate
C. N. 6º Dan de Karate de la World Karate Federation (Federación Mundial, ex WUKO)
Entrenador, Árbitro y Juez Nacional, Juez del Tribunal Nacional de Grados.