La Fe – Por J.A.Samiñán
He oído en el vestuario: “estoy perdiendo la fe”, y he permanecido en silencio guardando mi ropa en la bolsa, ensimismado por el agotamiento del entrenamiento y entonces he vuelto a oírlo: “estoy perdiendo la fe”; no, no era un lamento gratuito ni una gracieta, luego lo he comprendido, era una alarma que había saltado, una petición de ayuda, una auténtica llamada de socorro de alguien que había entrado en terrenos pantanosos, alguien que veía desvanecerse su interés por el Aikido, alguien entristecido que notaba como dejaba de llenarle el entrenamiento, alguien que se sentía defraudado y empezaba a plantearse quizá detenerse en el Camino, quizá no andarlo más, quizá no seguir adelante por más tiempo…
Tal vez a muchos nos haya pasado algo parecido en algún u otro momento, en mayor o menor medida, o tal vez nos pase en un futuro.
Tal vez sólo pueden sentirse defraudados aquellos que esperan algo, aquellos que se han marcado un objetivo, aquellos que esperan llegar a una meta, aquellos que buscan una recompensa.
Tal vez sólo pierden la fe aquellos que reducen el Aikido a una serie de entrenamientos físicos dentro del tatami, aquellos que sólo aspiran a mejorar su pericia técnica, aquellos que pensaron que se convertirían en personas poderosas y seguras cuando tuvieran colgado en su pared el diploma pertinente, aquellos que pensaron en el Aikido como una adquisición más, algo que se puede comprar y usar como un coche o un aparato de aire acondicionado.
Tal vez el entrenamiento sólo deja de llenarles a los que acuden a él para recibir algo, no para dar; a los que entran al tatami para llenarse, no para vaciarse; a los que llevan las cuentas del debe y del haber, a los que piensan que hay cosas mejores en la vida como un nuevo trabajo, unas vacaciones, una eurocopa de fútbol, el carnet de conducir…
Tal vez sólo se hunde en el terreno pantanoso de las dudas el que nunca se ha planteado que el Aikido puede transformar su persona, el que no se ha tomado la molestia de asomarse a las palabras del Fundador ni de otros iluminados, el que no se ha parado nunca unos minutos a solas para sentirse diminuto e insignificante en mitad del Todo, el que no ha sentido jamás la dicha de haber confluido hasta las aguas del Aikido.
Las personas somos como un péndulo, nos cuesta estar en el punto medio, oscilamos invariablemente de extremo a extremo. Amamos algo exacerbadamente o perdemos todo el interés y lo abandonamos irremisiblemente. Queremos entrenar todos los días cinco horas y no hablar de otra cosa o colgamos el kimono porque hemos perdido la fe.
Hay que ser valiente, hay que seguir andando, con fe o sin ella, y si alguien se reconoce en estas palabras y le sirven como un pequeño impulso hacia delante, que sepa que esa era mi intención.